Su problema consistía en que veía el mundo lleno de finales. Todo lo que le rodeaba olía a término, a conclusión, a… ayer. Se asomaba por la ventana a media tarde y solo podía ver que era el final de la mañana. Cuando le servían el mejor y más delicioso postre pensaba sin remedio que se había acabado el segundo plato.
Le gustaba más que a nadie leer su periódico dominical en la terracita de su casa, pero siempre lo hacía pensando en que aquellas páginas, acabadas de leer, perdían totalmente su valor, para siempre, abandonadas al olvido o al envoltorio de algún bocadillo sin historias que contar.
Caminaba por las avenidas musitando siempre lo que dejaba atrás. Le gustaba colocarse de espaldas en las escaleras mecánicas para ver cómo, al subir, los peldaños del pasado eran cada vez más numerosos que los del presente.
Un día, mientras descansaba en el sofá rodeado de recuerdos, se presentó en su salón la palabra Después. Estaba enfadada, mucho, y así se lo hizo saber. Después le espetó que tampoco era tan difícil acordarse de ella, vamos, que no es tan complicado pensarla de vez en cuando, qué sé yo, en ocasiones especiales, en su cumpleaños y, precisamente, después de cualquier antes.
Nuestro protagonista se quedó perplejo, y sufrió varias crisis de ansiedad, todas ellas provocadas por el abismo que asomaba, ahora, al término de todas sus acciones. Después le esperaba en cada una de ellas inquieta, diríamos que hasta sugerente, y le dejaba abierta una ventana con vistas a lo que está por venir.
Creía que Después había cambiado su vida, pero no tenía ni idea de que, precisamente después, apareció la palabra Mañana. Mucho más atractiva, seductora e interminable, Mañana le dejó definitivamente sin respiración. Si Después le había abierto las ventanas a lo que está por venir, Mañana le abría una puerta, de par en par, al porvenir mismo: ese sendero eterno de incertidumbre.
Fue cuando se olvidó de los finales y se enamoró del encanto absoluto del principio de las cosas.