Para ella era el de las chuches de caramelo, el de la camiseta de Donald, además su papá era policía y su madre olía muy bien y tenía un pelo precioso y rojo. Volvían juntos en el autobus en la ruta 5 y a veces le dejaba su maquinita del comecocos. Cuando alguien se metía con él, ella, que era más alta y más fuerte le defendía y dejaba a quien fuera con las rodillas llenas de moratones por las veces que le hacía caerse al suelo. Él se limitaba a mirar y a quedarse asustado a un lado esperando a que la pelea acabara antes de que llegara la seño. A veces él la dejaba que le llevara la mochila porque se ponía muy pesada y decía que él tenía que comer mucho más porque si no se lo llevaría el viento un día de tormenta, como a un tío suyo de Valencia que se lo contó su madre.
Él, como se apellidaba casi igual que ella, se sentaba delante en clase y ella siempre estaba tirándole del pelo porque nunca se enfadaba y porque cuando se daba la vuelta la miraba y sonreía con una total ausencia de maldad. Siempre le ayudaba en los exámenes echándose a un lado para que ella pudiera copiarle cuando el profe se daba la vuelta. Ella cada vez era más alta y él seguía casi igual, paliducho y flaco. Una vez le dijo que si le gustaban sus tetas pero él se puso rojo y se fue corriendo temiendo que se fuera a sacar una en medio de la calle. Era capaz. Seguía llevándole la mochila y diciéndole que aunque todos le decían que era un esmirriado, a ella le parecía muy rico y muy mono. Su padre policía ya no vivía con su madre del pelo rojo. Ahora intercambiaban las cintas para el walkman.
Le dijo que no quería esperar más y que esa noche lo iban a hacer. Él nunca había visto a una chica desnuda, bueno sí, en una revista que le dejó su primo después de ver una peli de video de miedo en casa de sus tíos. Ahora él era más alto que ella y tenía pelusas recorriéndole las mejillas, pero seguía pálido y blanquecino y ella seguía teniéndole que esperar cuando subían las escaleras del instituto. Ella ya no se pegaba con nadie para defenderle, había conseguido que el hijo de la portera de su casa, a cambio de tocarle el culo un viernes por la tarde, se encargara de amenazar con sus colegas a cualquiera que se metiera con él. Dicen que el hijo de la portera acabó en la cárcel por robar coches, pero ella nunca se lo creyó del todo.
El último día no dejó que entrara nadie en la habitación del hospital. La cerró por dentro bajo amenaza de muerte a quien se acercara. Era capaz. La madre de él ya no tenía el pelo rojo y lloraba al otro lado de la puerta sin atreverse a llevarle la contraria. Su padre policía se había casado con una mujer mucho más joven que él que le dejó arruinado y nunca volvieron a saber. Ella se limitó a tumbarse a su lado, abrazarle fuerte, compartir los auriculares del mp3 y seguir tirándole del pelo cuando parecía que se quedaba dormido. Él seguía sin enfadase y sin ausencia ninguna de maldad.
Nunca se dijeron te quiero porque no les hizo falta ninguna.