Historias imposibles

Él intentaba por todos los medios disimular frente a ella el deseo horrible de saber qué libro estaba leyendo. Intuía que sus ojos rasgados, quizá por evitar coquetamente unas gafas, quizá por el interés que le proporcionaba, recorrían palabras hermosas, inquietantes tal vez.

Se había sentado a su lado de forma casual y cuando se percató de su presencia era demasiado tarde: aquel libro estaba abierto, y sus ojos atrapados en él. Lo que más le angustiaba era saber qué pasaba por su cabeza en cada párrafo que leía, en cada página que pasaba. Hubiera dado lo imposible por meterse en su cabeza, escondida bajo una hermosa melena alisada color atardecer, y recorrer con ella las palabras, los espacios, los puntos, las comas.

Y así, sin avisar, llegó el momento en que ella levantó la cabeza un instante, liberándose de la lectura, para pasear sus dedos por la melena que había caído sobre su cara, y desplazarla suavemente hacia la parte trasera de la oreja. En el mismo instante le miró, dos segundos eternos. Su rostro desnudo, sus ojos de gata, su mirada cruzada.

Fue entonces cuando el libro dejó de interesarles a los dos. Y nació el amor.

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