«… no estaba nervioso, ni alterado como casi todos los que me precedían en la larga fila. Es más, recordaba aquel video con el que veíamos los pensamientos en el enorme atasco de una gran ciudad. Recordé con el recuerdo aquella canción con la que bailamos. Recordé con el recuerdo del recuerdo los tres minutos que dura la eternidad. Una diminuta forma blanca, algo peluda cayó sobre mi cabeza. La agarré suavemente, como si tuviera vida y respiración. La miré entre mis dedos. Pensé que formaba parte de aquel parón. Y, por qué no, que ella también estaba recordando y pensando en su canción. La acerqué suavemente a mis labios y soplé fuerte, como cuando lo haces con una pestaña acompañada de deseos inconfesables. La ví volar, en pequeñas elipses irregulares que terminaron por desviarla hacia la parte de atras del coche. Cuando mi cuello llegaba al límite decidí dejarla, como dejan los padres a sus hijos que se marchan o los ex amantes al deseo que no encuentran. Inevitablemente. Un par de acordes más tarde miraba instintivamente por el retrovisor. Solo se apreciaba una melena corta, suave, unos enormes ojos que siempre estuvieron sonriendo y unas manos frágiles. Sostenían una forma blanca, algo peluda y concentraban en ella los pensamientos imposibles de aquella mujer que aleatoriamente se había situado tras de mí en una larga fila. No pude quitar la vista. No quise quitar la vista. Jamás habría quitado la vista. Por un momento decidí ser el rey de la creación y constatar que no existía el azar, y que aquella era la misma mota peluda, y que aquellos ojos estaban deseando lo mismo que yo, inconfesablemente y en silencio. Y que con el siguiente acorde bajaría de su coche y me invitaría a salir del mío. Y que bailaríamos durante los tres minutos que dura la eternidad. Y que alguien recorrería el mundo cantando una canción de la que nosotros eramos los protagonistas. Pero no sucedió exactamente así. Alguien comenzó a gritar y observé que frente a mí había un abismo de asfalto que me obligaría, según apretara el acelerador, a dejar de recordar, de soñar, de desear, de imaginar, y de ser el rey de la creación. Nunca sabré si ella dejó también escapar la forma blanca algo peluda que cayó sobre sus frágiles manos. La cánción dejó de sonar.»