Me gustaba su forma de acariciarme, su brazo excelso, fuerte, articulado directamente para conseguir ese movimiento que recorría mi cuerpo cada noche. En los días siguientes a cualquier orgasmo nada venial, solía quedarse mirándome, como en cierta espera a mi voluntad.
Nunca me pedía nada que no quisiera, nunca me exigió explicaciones sobre mi conducta de los viernes por la noche, cuando le dejaba allí, tumbado en el salón y frente a la televisión. Siempre sumiso, siempre perfecto.
Adoraba cuando nos dedicábamos el fin de semana a jugar con la comida, fresas, nata, plátanos, de un cuerpo a otro, de su sexo al mío, sin descanso, sin palabras. Él era capaz de estar horas y horas quieto, sin moverse, con la fresa en la boca, esperando dócil la orden de mis labios, el gesto suave de cualquiera de mis dedos que ordenaban nuevos juegos, nuevos sueños.
El otro día me lo encontré por casualidad, como suele suceder, los mejores reencuentros ocurren por casualidad. Nos quedamos mirando, una vez más sin palabras, y no hizo falta nada más. Una mujer siempre sabe esas cosas.
Ahora, además, viene con más accesorios, incluso con ciertos sabores afrutados que bien sabe cuánto me gustan. Tan sumiso como siempre. Tan desmontable. Tan grande. Tan delicado.
Y con pilas recargables.