Solo queda un cartón de leche

A menudo abres la nevera con la esperanza de que haya cambiado. No sabes aun por qué ni cómo eres capaz de mantenerla. Todos los días, todas las noches, en verano, en invierno. Ese momento en que la luz te indica que ya puedes contemplar su interior tiene un aspecto sacro, inmenso, es el antes, y en el antes caben muchos sueños. Pero ese momento es tan fino, tan rápido y tan delicado que te despierta del antes para llevarte a un después donde, efectivamente, compruebas una vez más, un día más, una noche más que sigue estando vacía, desolada, desocupada, disponible, inane de motivos para sonreír.

Y lo peor de esta inanidad, del necio momento, es que en realidad no está del todo vacía, hay algo en su estante tras la puerta que aparece como un sello, firma y rúbrica de la realidad en la que vives: solo queda un cartón de leche.

Y entonces el después desolado y disponible pasa a ser un eterno, un siempre es lo mismo. El cartón de leche te confirma que es un lo que no pudo ser: ese quimérico instante en el que todo es perfecto, con un café para poner color a una vida pálida como tu leche única, quién sabe si incluso un pedazo de galleta para dejarse empapar por el contenido de tu triste savia expugnable.

Pero solo te queda un cartón de leche, y para cuando vuelves a cerrar la puerta ni te preocupa ya si estaba medio lleno o medio vacío. Porque, en realidad, eternamente dará lo mismo.

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