Ya está. No te atreviste a decirlo. Te limitaste a descender la calle del orgullo mientras ocultabas tu rostro bajo el cuello del abrigo. Llegaste a detener tus pasos de soldado invencible antes de girar la esquina, para levantar por última vez la mirada hacia su balcón, encendido y con una sombra tras las cortinas de la tristeza. Sabías perfectamente que te estaba mirando entre lágrimas, agarrada a la esperanza del milagro en el que siempre confiamos pero que nunca sobreviene.
Pudo ver cómo tu pie derecho alcanzó a girar unos grados, a modo de vanguardia de reconquista y reconciliación. Pero solo fueron unos soldados inocentes que murieron en el intento. Y tú pudiste ver cómo la cortina escupía un rayo de luz a una calle tan silenciosa como tu despedida. Pero solo fue un instante al que sucedió la penumbra en la que siempre, eternamente, acabamos.
Lo último que vio fue tu pie izquierdo, tu talón, tras esa esquina, desaparecer al ritmo decadente del que se va para siempre. Lo último que oíste fue tu propia voz diciendo a nadie lo que hubiera evitado el descenso, la esquina, la tristeza y la penumbra eterna: te necesito.