Bajas por la calle donde jugabas al rescate. Tus pies envueltos en zapatos de marca no podrían subirla dos veces seguidas ya y tu sombra es más esférica que alargada. Te aprietan las puntas de los dedos, te duelen las rodillas. Ya no eres un chaval. Miras a los lados y recuerdas la ventana de la chica que siempre te gustó, y a la que nunca te acercaste en años, aterrado por los rechazos acumulados con test de usuario en otras chicas menos importantes. Intentas imaginar que sigue allí, retocándose el largo cabello negro para ir por el pan. Ya no comes pan, si acaso bimbo, y cuando te acuerdas de comprarlo. Ya no eres un chaval. En aquella escalera te sentabas a verla pasar, disimulando lo indisimulable con algún libro que nunca acabaste. Hoy lees por la noche, porque nadie va a pasar a enganchar tu mirada. Los terminas todos, aun los que no te gustan. Ya no eres un chaval. En aquel portal tuviste que esconderte cuando se acercaba, mostrando sus rodillas al elevarse la falda del colegio siempre lo justo para desbordarte imaginándola en tu cuarto. Aun recuerdas su colonia, sin nombre, que te emborrachó una semana de sueños de descapotable y baile de instituto. Hoy puedes poner un nombre de mujer a cada perfume. Pero no sueñas con ninguna. Ya no eres un chaval. Solías recostarte en el recodo de aquel árbol, fumando tus primeros cigarros sin tragarte el humo, pensando en el día que le pedirías casarte como un hombre, con seguridad, con la fortaleza del que ya no teme por nada. Ella te diría que sí, y ese beso formaría parte de una película de sesión contínua. Miras tus manos. Aun se nota la marca del anillo. Lo tiraste al mar después de que te dejara. Ya no eres un chaval.