Lo que no se ve pero se siente

Se miraron en la tienda de muebles, desde lejos. Creyeron reconocerse pero achinaron los ojos con intención de afinar el resultado. Tras varios incómodos segundos, donde uno tiene la sensación de que le considerarán un pervertido o mirón, esbozaron la sonrisa. Eran ellos, ellos mismos, sí, en quienes estaban pensando. Como si de un duelo del oeste, pero a la inversa, se tratara, se fueron acercando a pasos cortos pero firmes, dejando ver que el protocolo se cumplía a la perfección. Coincidieron en la parte de las camas. Justo delante de una enorme con desacertada decoración pero que se ofrecía indecente a sus pies. Dos besos que fueron olores, una caricia en el hombro que fue un abrazo y la imperiosa necesidad de besarse y lanzarse al deseo y al amor. Habían pasado cientos de años, vidas enteras, pero los dos sabían que si apagaran las luces se recorrerían el cuerpo y el alma sin necesidad de mapas ni indicaciones. Siguieron enamorándose de nuevo mientras sus bocas, por disimular, hablaban de tonterías que ni siquiera escuchaban. Tras hacer el amor de forma salvaje, con ansiedad de enfermos dependientes, con impulsos del que va a morir mañana, con el respeto y el cariño de la primera vez y con la furia y el dolor de la última, recuperaron sus cuerpos que seguían hablando en modo abstracto de los niños, del trabajo y de lo cara que está la vivienda. Con dos besos que fueron sudores, un abrazo que fue grito y un hasta pronto que fue un hasta siempre, se despidieron sin recordar por qué habían entrado en aquella tienda de muebles, ni por qué estaban en este mundo.

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