Hacía años que no se veían, que no se hablaban, que no se tocaban. Hacía años que no sabían nada el uno del otro. Tan solo alguna coincidencia momentánea en un vertical del espacio tiempo definido por el azar. Un gesto, un momento. Poca luz, pocas fresas.
En todo ese tiempo la muerte instalada en su salón les ofrecía café, con leche y cortado, ya les conocía, madre y hermana de la humanidad. Un día les sorprendió incluso con un par de tostadas de mediocridad y rutina, que degustaron con placer.
De pronto una especie de tsunami entró por la ventana. En forma de beso, de caricia vespertina, y una fresa se deslizó por su ombligo (qué importa de quién, joder es una fresa en el ombligo).
Practicaron el sexo durante horas, algunos dicen que días. El café de la mañana siguiente se quedó frío y la muerte engordó por la nueva dieta de sobras de tostada que comía cada mañana.
Meses después volvieron a no verse a no tocarse, a no hablarse.
Hoy, años más tarde la muerte envidia aquellos días de fresas en el ombligo y cafés helados. Porque, por mucho que lo intente, la muerte no sabe lo que es un tsunami por la ventana en forma de beso.
Dicen que esa envidia es la que le invita a meterse en el salón de tu casa.